Vuelco al PC las fotogtafías de la cámara y encuentro estas fotos hechas el 27 de noviembre pasado en Salamanca y un recuerdo agradable, como el calor de una chimenea, me invade.
Desayuno con mi hija (su estética cada día que pasa corre en camino inverso a su ética) en un bar de facultad -de Filología creo-, paseo por Salamanca bajo una fina lluvia de aguanieve y viento helado. La Plaza Mayor cruzada mil veces por estudiantes y turistas, en la que las lenguas más dispares se mezclan con los click de las máquinas fotográficas de grupos de japoneses ávidos de plasmar toda su arquitectura barroca en su tarjeta de memoria. Conversaciones al mediodía, acompañadas de sopas castellanas, sobre arte prerromántico y el Plan Bolonia (al que mi hija atribuye todos los males que caerán sobre la universidad española poniéndola en manos de fenicios y banqueros). Café y té en un bar rodeado de estudiantes que descansan montañas de apuntes y libros sobre las sillas. Cuando cae la tarde, reflejos de la arquitectura renacentista en los charcos de lluvia, nos despedimos con algunos ligeros reproches (yo a mi hija sobre su pelo y ella a mi sobre lo que llama "control") y tiernos abrazos que mi "niña chica" aún acepta de su papa.
El poderoso poder de la fotografía.
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