Debería tener 17 años cuando visite por primera vez el Museo del Prado. Me atrajo poderosamente, como a cualquier adolescente educado en la cultura cristiana que lo vea por primera vez, El Jardín de las Delicias del Bosco. Recuerdo que mis ojos pasaban del Paraíso al Infierno tras haber pasado detenidamente por el panel central que representa la Lujuria.
La exploración se detuvo al escuchar las voces, en francés, de alguien que entraba en la sala donde hace unos segundos me encontraba tan solo acompañado de Dios, sexo y demonios.
Eran una señora acompañada por una adolescente de mi misma edad, al parecer su hija a la cual explicaba por lo poco que pude entender, el cuadro en cuestión.
Inmediatamente, y tal vez por el estado en que me encontraba por contemplar el cuadro, mis ojos repararon , mejor decir escrutaron, a la chica. Rubia, ojos claros y piel blanquísima.
En esto, la muchacha, alzo su brazo señalando a las figuras de la parte central mientras preguntaba algo a su acompañante.
Y, ¡Señor!, entonces pude ver, lo que siempre soné y que nunca había podido ver, la prenda que ocultaban como un tesoro las chicas españolas de la época: ¡la silueta de un pecho!
Escapé a toda velocidad de la sala y del museo.
Calor, erección, vergüenza, culpa y el éxtasis.
Aquel fue el día en que se abrió la puerta que guarda la testosterona, la androsterona y la androstendiona y demás onas, que fluyeron por mis vena electrizado el cuerpo que escondía a este hombre.
¡Había descubierto el poder y la fascinación que sobre mí podía ejercer un cuerpo femenino! Fascinación que nunca me ha abandonado.
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